miércoles, 28 de julio de 2010

La tóxica labor de reciclar un viejo móvil


En Occidente, los ordenadores cada vez envejecen antes. Renovamos móviles, televisores o frigoríficos antes de que acaben su vida útil. Miles de estos aparatos llegan cada mañana, hacinados en viejas carretas, a una zona conocida como Sodoma y Gomorra en Accra, la capital de Ghana. Allí, miles de trabajadores descuartizan a golpe de martillo desde motores de grandes máquinas a ordenadores o impresoras, en busca de pequeñas piezas de metal que puedan vender. Sobre los techos de las barracas contiguas al basurero planea un humo negro, una nube densa y caliente que el viento arrastra al interior del barrio. La dirección del humo apunta a los lugares donde se queman las venas y las tripas de ordenadores, televisores y otros aparatos electrónicos en busca de metales como cobre y aluminio. Entre el humo se distinguen las siluetas de los trabajadores, menores de edad en su gran mayoría, que dirigen la combustión. Los niños usan imanes para recoger las pequeñas partículas de metal sobre un suelo negro lleno de cenizas. Conseguir los restos de metal sueltos tras la quema es la labor más baja en el proceso de reciclaje.

Un trabajo que se hace sin medida de protección alguna, lo cual lleva a estos pequeños trabajadores a absorber diariamente más de 60 sustancias tóxicas para sus pulmones. Rashid no sabe nada de ordenadores y en su vida había visto uno antes de llegar al basurero. Pero lo que sí conoce bien es la quema de estos aparatos y ya se ha acostumbrado a inhalar el humo. “Para hacer el fuego utilizamos plásticos y esponjas sintéticas, y luego echamos los cables y las placas”. Rashid y los demás menores no conocen las repercusiones en su salud a largo plazo y trabajan a pelo. Nadie se ha acercado al basurero a explicarles los peligros de la labor que hacen. Él es uno de tantos jóvenes llegados a Accra, con el único sueño de conseguir una vida mejor, desde el norte de Ghana, una región sumida en conflictos tribales. Un día se subió a un autobús y viajó a la capital en busca del basurero. “Veníamos porque sabíamos que había trabajo. Al principio fue muy duro vivir aquí sin nada que hacer, hasta que encontré trabajo quemando carcasas de ordenadores”.

Su trabajo consiste en llevar los componentes de los ordenadores a las hogueras para obtener metales libres de su envoltura plástica y devolverlos al proveedor. Por este trabajo gana tres cedis al día, alrededor de 1,5 euros. Todavía se encuentra en el escalafón más bajo de un trabajo muy jerarquizado en el que la experiencia familiar puede asegurar un puesto en algunos de los peldaños superiores de la cadena. El objetivo de trabajadores como Rashid es subir otro escalón y pasar a desmontar ordenadores a martillazos separando las piezas. Con ello conseguiría librarse del humo y del calor de los fuegos. Con suerte podría llegar a trabajar en las básculas, uno de los puestos más altos. Allí es donde se pesan los metales y hay más posibilidades de negocio.

A miles de kilómetros de distancia, en la inmensa ciudad de Karachi (Pakistán), el río Lyari delimita uno de los barrios más peligrosos de la ciudad. Bajo el control de las mafias locales, el barrio alberga algunos de los basureros donde se procesa la basura electrónica llegada de Europa, Dubai o Singapur. Los cientos de pequeños talleres que se encuentran allí crean una industria de pequeñas fábricas donde se reciclan las piezas de un sinfín de aparatos electrónicos. Éstas son metódicamente separadas por diferentes trabajadores de la basura. Se calcula que el 70_ de la basura electrónica del mundo desarrollado va a parar a los basureros electrónicos de Asia.

La atmósfera de trabajo en los basureros de Ghana o Pakistán es muy parecida. La pobreza en la que está sumida una gran mayoría de la población en estos países obliga a muchas familias, incluidos los hijos en edades muy tempranas, a vivir cerca de los basureros para recoger metales y venderlos después. Mohamed Khan sólo tiene ocho años y junto a su hermano mayor Hafi Ula, de 14, quema y recoge la chatarra de ordenadores, TV, ventiladores, e incluso instrumentos musicales electrónicos que ya no sonarán más. Son refugiados afganos sin futuro en Pakistán, que encuentran en los basureros su única forma de supervivencia. “Sabemos que el humo es peligroso pero necesitamos trabajar en algo”, dicen. No pierden la esperanza de un futuro mejor: “Me gustaría llegar a ser mecánico”, sueña el pequeño Mohamed.

En Karachi también se trabaja desde primera hora de la mañana en el reciclaje de los aparatos electrónicos. Aquí, unas 20.000 personas trabajan en la industria que genera la basura electrónica. De ellas, casi la mitad son menores de 18 años. Mientras el grado de analfabetismo en Pakistán llega a alcanzar al 60_ de los jóvenes, muchos ordenadores llegan al puerto de Karachi camuflados como ayuda al desarrollo del país. Sin embargo, esos ordenadores son comprados casi “al peso” por clientes locales que después venden la mercancía como mayoristas a pequeños talleres. Algunos trabajadores pasan hasta 16 horas diarias despiezando computadoras o grandes aparatos electrónicos. El sueldo medio ronda los tres dólares diarios. Además de los irreparables daños en las personas, los materiales que se acumulan en el suelo y en el río Lyari acaban por contaminar también el mar de Arabia. Los ricos acuíferos de la desembocadura han quedado completamente destruidos.

Mientras tanto, en el inmenso puerto de Karachi miles de contenedores desembarcan cargados de basura electrónica. Algunos estudios de Greenpeace aseguran que entre los materiales tóxicos contenidos en el e-waste, el término anglosajón que define la basura electrónica, se encuentran el plomo, el cadmio y el antimonio. A la insalubridad de estos trabajos se suman otras precariedades. Al caer la noche, Mohamed regresa a su casa, un cubículo de tres metros cuadrados que comparte con seis personas más, cerca del basurero. “Aquí la vida además de dura es peligrosa: la policía viene a veces y nos roba o amenaza con prohibirnos trabajar si no les damos dinero”.

En Ghana, cada ordenador se compra a uno o dos dólares según sale del puerto, independientemente de si funciona o no. Según Mike Anane, activista medio ambiental de Ghana, sólo el 10_ del material electrónico recibido está en condiciones de funcionamiento y se cataloga como “no chatarra”. Cuando los ordenadores son desechados como chatarra, llegan al basurero de Sodoma y después se desmontan para buscar los componentes que pueden revenderse. “Un disco duro sano sale del desguace por un valor de unos cinco dólares”, informa uno de los trabajadores. Mike Anane explica que se han dado casos de discos duros que han llegado con información empresarial de la que fácilmente se puede rastrear su procedencia.

No es difícil encontrar un cíber café en Accra. Allí se utilizan ordenadores importados que los dueños de los cíber compran a los mayoristas. Comprar un viejo Pentium II no es caro y por unos 150 dólares se puede obtener uno revisado y hasta con un mes de garantía. Casi todas las tiendas son, en realidad, talleres donde jóvenes con conocimientos en informática verifican y reparan algunos de los aparatos que llegan por mar. Los contenedores procedentes de Hamburgo son los preferidos por los mayoristas, ya que la normativa alemana es más rigurosa con el material de segunda mano que se envía a terceros países. En cambio, en los contenedores ingleses hay mucha más basura electrónica.

Los trabajadores que reciclan basura electrónica en Ghana están de acuerdo en que este negocio es bueno para el país. Sin embargo, John Pwamang, funcionario del Ministerio del Medio Ambiente, no duda en llamar a la responsabilidad de los países donantes: “No tenemos los medios suficientes para reciclar y eliminar de manera segura las sustancias contaminantes que genera la basura electrónica, contaminando nuestro medio y a miles de personas. Está muy bien que envíen ordenadores de segunda mano, pero también necesitamos que funcionen”.

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